La lectura del libro UNA VOZ LIBRE EN EL CAOS. Ensayo y Crítica de Arte fue mi primer acercamiento a los escritos de Sebastián Salazar Bondy. Un comentario acerca del libro pueden leerlo aquí.
Uno de los artículos que más llamó mi atención fue El sentido social y popular de los museos, publicado el año 1959. En ese texto, se aprecia la preocupación e interés de Salazar Bondy acerca de hacer comprender el significado de lo que es un museo para una sociedad, lo cual estuvo muy descuidado en esos años y, aún en estos tiempos, no se le da la debida importancia y difusión, la cual debe empezar en los colegios para que, desde la edad escolar, las personas empiecen a percibir la importancia y significado de un museo.
Sin embargo, se puede ver que sí ha habido esfuerzos dedicados a los museos y que han tenido buenos resultados. Tal es el caso del Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia del Perú, en el que podemos ver expuesta y explicada nuestra historia, nuestro pasado; otro ejemplo es en Museo de Arte de Lima, por citar sólo dos.
El interés que despierta el mencionado texto, escrito hace varias décadas, nos permite percibir la carencia en la difusión de la importancia de los museos. Creo que esta carencia forma parte del déficit cultural, el cual se centra especialmente en una sociedad que lee muy poco. Resulta raro ver a una persona leyendo un libro en un paradero, en un parque, en un café o en cualquier otro lugar. Estoy convencido que, mediante la lectura, una persona puede ampliar sus horizontes culturales, su conocimiento, su aprecio hacia instituciones que involucran la cultura e historia de la sociedad en que se vive.
Son muchos los artículos que escribió Sebastián Salazar Bondy acerca de su interés por la cultura y la literatura y su preocupación fue que éstas estuviesen al alcance de la sociedad, los cuales fueron publicados en la prensa peruana. Eso nos demuestra lo importante que puede ser la labor periodística/cultural en un medio de comunicación.
A continuación podrán leer el mencionado artículo. Agradezco a la señora Lucrecia Lostaunau de Garreaud y a su hermana por permitirme reproducir este importante texto.
El sentido social y popular de los museos
SI ENEL PERÚ –y aún en Lima, capital que se precia de culta no ha habido hasta hoy un verdadero museo, un museo dinámico y de proyección popular, concebido como cátedra de cultura general, ello no se debe al azar. No podemos desvirtuar el verdadero sentido de dicha carencia, muy grave, en verdad, dada la trascendencia educativa que un centro de dicha índole tiene, atribuyéndola a mera negligencia, a descuido o a olvido. La idea de museo no es antigua: nace con la edad moderna, cuando el hombre occidental toma conciencia de su heredad cultural, de su dimensión histórica, de su realidad en proceso hacia la perfección. El concepto que inspira la noción de museo no es el de guardar, a la manera del avaro, objetos valiosos por su antigüedad, su rareza o el material de que están hechos. Ni siquiera tiene un sentido ceremonial: no se intenta rendir ahí culto a ciertos nombres ilustres como se les rinde en un panteón de huesos famosos o eminentes. No se trata, en suma, de poseer un templo, un depósito o un arca. La esencia de esa institución es otra. Ante todo, más allá de su función aparentemente reverencial, el museo es una casa docente. En él se conserva el utensilio primitivo, el lienzo pictórico bello o representativo, la joya de preciosa factura, etc., para mostrarlos. Se exhibe la pieza notable como un hecho vivo, como una imagen de la existencia pretérita, con la finalidad de que su eterna palpitación en la belleza o en la habilidad artesanal alcancen al individuo presente, lo vinculen con su patrimonio –como ciudadano de un país y como miembro de la comunidad humana– y lo muevan a ser una consecuencia vital del pasado y, por ende, una promesa para el futuro. El propósito didáctico del museo es primordial. Piénsese en el fin de las bibliotecas y se hará más claro este carácter educador de los museos. En el Perú no hemos tenido auténticos museos porque los gobiernos no han poseído esa conciencia de la heredad cultural del país, esa conciencia de la historia espiritual que es la única historia digna de leer y difundir. Por imitación, se han habilitado locales, se han colocado en ellas obras, se ha nombrado un conservador y se ha puesto a la puerta a un funcionario encargado de recabar una limosna. Al cabo de unos años, polvoriento el edificio, desvencijado su mobiliario, muerto el contenido, los museos han terminado por ser una especie de leve pero incómoda carga para los tambaleantes presupuestos de educación.
Educación, oligarquía y museo
No ha habido conciencia cultural porque se ha gobernado “al día”. Salvo contadísimas excepciones, los gobernantes –en el solar de Pizarro o en la Plaza de la Inquisición– han pensado únicamente en la política menuda, sin plan de gobierno, Cuando los ha preocupado la educación, han construido escuelas, no escuelas reales sino edificios pequeños o grandes para alojar niños en determinadas horas del día. A esos niños se les ha enseñado a leer y a escribir, se les ha instruido en las operaciones básicas de las matemáticas, se les ha metido en la cabeza sucesos, guerras, revoluciones del país y del resto del mundo, se les ha obligado a memorizar clasificaciones zoológicas y botánicas de complicada estructura, se les ha convencido de que ser abogado, médico e ingeniero era la más brillante meta de la vida; se les ha atosigado de raíces cuadradas, fórmulas algebraicas, verbos auxiliares, casos gramaticales, compuestos químicos orgánicos e inorgánicos, nombres de reyes de España y Francia, etc. Y no se les ha culturizado. ¿Por qué? Parece que no se hubiera querido, en verdad, que supieran las cosas legítimamente importantes que un hombre, inscrito en la cultura occidental y, al mismo tiempo, sujeto a la influencia de culturas distintas debe conocer. Por ejemplo, que la vida tiene sentido porque es una búsqueda de la verdad y de la belleza, un riesgo que se corre en la aventura de conquistar la libertad, una suerte maravillosa de lucha que cada uno emprende mancomunadamente con los otros por la dicha para todos. Cultura, para casi la mayoría de quienes nos han gobernado, ha sido tener el título profesional, ganar un salario que preserve del hambre y aceptar, conforme el orden económico-social impuesto por los poseedores de la riqueza, que todo está bien. La educación, por ello, se ha reducido a memorizar temas y asuntos que luego podían echarse al canasto.
Así como la Universidad ha sido la cenicienta nacional –para impedirse, consciente o inconscientemente, que de ella salieran los principios científicos y filosóficos que demostraran que el sistema del país era absurdo–, la cultura profunda le fue escamoteada al pueblo peruano por la vieja oligarquía dominante. Esa oligarquía quiso al indio siervo y, por tanto, se ocupó en negar la belleza, la fuerza, la imaginación, la inteligencia, que reflejaba su arte. Sólo el tesón de un hombre empecinado, Julio C. Tello, pudo realizar el milagro de que se abriera un museo arqueológico que todavía se debate en la pobreza por la incuria de su presupuesto. Esa oligarquía quiso al técnico y al profesional como subordinados de su causa, y no les dio los libros que podían esclarecerles su posición en la sociedad y su derecho a manejar el país. La biblioteca, tal como está hoy, ha resucitado, por empeño de Jorge Basadre, de ciertas terribles y misteriosas llamas que la redujeron a cenizas. Esa oligarquía aspiro a que sus privilegios no fueran solamente los del mundo y el dominio económico, y negó al pueblo entero los museos de arte. Porque esa oligarquía fue cerrada como casta, como aristocracia, como grupo hegemónico, y el fundamento social del museo rompe precisamente con la tradición del saber estético exclusivo de los palacios, de las “villas”, de los castillos, aislados e inalcanzables para el hombre del burgo, del campo y de los talleres.
Función docente y liberación
La palabra social es una clave en la idea moderna de museo. El museo actual tiene que ser abierto a todos. Sus puertas no se cierran para proteger la propiedad –que es pública–, sino por rutina de la labor. El hombre de la calle va a él como quien va a un paseo. Pero al que, por ignorancia o descuido, no acude a sus salas, el museo sale a buscarlo, le ofrece conocimientos, le dice en una palabra que eso es suyo y debe aprehenderlo espiritualmente, poseerlo y transmitirlo a los suyos, a sus descendientes, como una herencia inalienable. ¿No es, acaso, el espectáculo más edificante de Europa el contemplar como en el Louvre o en El Prado las familias recorren las amplias salas, empapándose del esplendor de la gran pintura? ¿No es, por supuesto, la mejor lección de educación infantil y popular, en esos y otros museos del viejo continente, verificar que los niños recogen en sus pupilas puras las imágenes más hermosas que ha creado la fantasía humana de todos los tiempos? ¿No es, en fin, maravilloso comprobar que obreros, profesionales, empleados, artesanos, gracias a esta habituación, pueden hablar de pintura o escultura, practicarlas en sus horas de ocio, coleccionar por su cuenta cuadros o piezas singulares, y hasta opinar personalmente, si el caso lo requiere, acerca de un gran artista y su obra? Un individuo así formado tiene las mejores defensas contra la vulgaridad del ambiente contemporáneo, contra la producción en serie de tonterías impresas, filmadas o radiales; contra las mentiras que políticos, traficantes y embusteros lanzan a la circulación para servir sus intereses. El museo no sólo completa una buena instrucción escolar, sino que le da fundamente sólido. Dinámico, logra desenmascarar a aquellos que tuercen la verdad, porque fluye de la obra de arte auténtica una irradiación de certeza y pasión que llega al alma y la sostiene. ¿Goya no denuncia una época de blandura monárquica, de traición gubernativa, de agresión extranjera, contra un pueblo, y no enseña cómo se debe reaccionar contra ella? ¿Leonardo no habla de un tiempo de claridad y emoción, y no manifiesta que la paz proviene del equilibrio íntimo del hombre y la comunidad? ¿Rodin no descubre la dimensión del ser, y no brinda un ejemplo de grandeza que no acepta complicidades con la mezquindad? ¿Picasso no canta a la libertad, y no es su canto una especie de coral que todos entonan al unísono con él? El carácter social del museo se alía al carácter metafísico de las obras que guarda. Así, un elemento con el otro, ejercen una docencia cuyos efectos son siempre los de la verdad: ponen en el corazón popular ciertos gérmenes que, en las sociedades mal organizadas, injustas en su fundamento y sus formas, dispuestas para el goce desbordado de unos pocos y la miseria de los más, resultan explosivos. La rebeldía nace en el hondón de quienes, en contacto con la cegadora luz del arte, descubren que las tinieblas en que subsisten son artificiales, creadas por los explotadores y los usurpadores y que pueden ser desgarradas y liberarlo. He ahí por qué no ha habido hasta hoy museos en el Perú y por qué, también, cuando se ha establecido uno –por la inercia de un fenómeno general, por espíritu de imitación o por acallar un clamor imposible de desoír– nuestros gobernantes han creado el sutil mecanismo que lo reduce a su mínima expresión, para que desfallezca por falta de rentas, para que transcurra en una mediocridad mortecina.
La promesa del nuevo museo
El jueves el Patronato de las Artes –entidad privada– ha puesto en marcha un museo nacional. El estado le ha dado una ayuda relativa. Sin embargo, el esfuerzo, que tantas veces el autor de estas líneas temió que se perdiera, ha llegado a un punto culminante. Se nos promete, tal como debe ser, un museo dinámico, que no se detenga en su labor docente, que enriquezca sus medios y su contenido al ritmo más acelerado, que se abra a la muchedumbre como una universidad libre, que conserve parte de nuestro patrimonio y busque completarlo con expresiones del arte de todos los pueblos de la tierra, que no tenga prejuicios hacia determinada expresión de ayer u hoy, que brinde en sus muros y salas, en su auditórium y sus otras dependencias, cultura gratuita, y que, en substancia, termine con esa terrible ausencia educativa a la que se aludió al comenzar esta nota. Ello será un signo visible de que el Perú cambia, de que hay, por lo menos, una parte de sus dirigentes que piensa que el saber no es un peligro y que, mediante él, las masas verán más claramente cuál es el papel que les toca cumplir en la historia. Sera manifestación, pues, de que el estrecho concepto oligárquico de que lo bello y lo bueno es sólo para unos cuantos ha sido sustituido por otro, de origen social, de origen moderno y progresista, que sostiene que todo es para todos, porque todos somos iguales en la tarea de hacer el mundo mejor.
Suplemente Dominical de El Comercio.
18 de octubre de 1959, p. 3.
Sebastián Salazar Bondy, Una voz libre en el caos. Ensayo y crítica de arte, Jaime Campodónico Editor, Lima, 1990
Dirección, recopilación y selección de textos: Lucrecia Lostaunau de Garreaud.